lunes, 27 de diciembre de 2010

La tomografía computada


Si lo pudiera entender, todo sería distinto...

Esto lo dejé en los borradores de este blog hace un mes cómo un modo de incentivarme a escribir algo al respecto. La frase estaba seguramente referida a mi absolutamente comprensible incapacidad para la lectura de tomografías computadas. De más está decir que no fue una gran idea. Algo que al menos puedo decir es que supongo que de esta cosa horrible provienen mis ideas; las buenas y las que motivaron a esa frase.

Como verán soy uno de los pocos afortunados que poseen un CD con 20 apasionantes fotografías de su masa encefálica y aledaños. El modo de conseguirlo fue más que sencillo: un fuerte golpe en la cabeza (probablemente hayan sido dos) con un posterior desmayo.

La verdad es que me sorprendí de cómo mi “sutil” hipocondría, con pizcas de paranoia, actuó a la perfección esa vez. Me acuerdo como estaba tirado en la camilla de la guardia haciendo declaraciones de amor por las dudas, o dibujando letras en mi pecho para asegurarme de que estaban intactas mis capacidades neuronales. Al parecer todo estaba perfecto, pero mi cabeza divagaba, viajaba, imaginaba cosas. Cuándo me llevaron al tomógrafo en silla de ruedas (¡che, eso no fue culpa mía! no quería dar ningún tipo de imagen trágica; las opciones eran: silla de ruedas o camilla) pensaba: “tengo que mantenerme atento, a ver si son médicos sádicos que me están llevando a algún tipo de sector oculto de la clínica dónde experimentan con los boludos que caen un domingo a la madrugada a romper las pelotas”. E inclusive dentro del tomógrafo, las imágenes terroríficas continuaban disparándose: médicos vestidos con delantales rojos me ataban a una camilla, sacaban instrumentos extraños, de esos que no se ven en ER; y se reían sin parar; mientras decían cosas como “¡Enfermera! alcánceme ese artilugio, voy a hacerlo mierda a este pendejo” (y sus voces sonaban como si estuvieran procesadas por un flanger).

Hoy puedo decir que lo más terrible es cómo agarré Dead ringers de Cronenberg, le metí un cachito de Coma de Michael Crichton mezclado con cualquiera de Carpenter, y seguro alguna bien clase B que no recuerdo del todo.

Volví a la realidad, al tubo ese donde me metieron los médicos de verdad, los que vestían de blanco y pensaban: “¡Son las ocho de la mañana!”; los que advirtieron que no abriera los ojos, aunque los abrí un milisegundo para ver dónde estaba. Obviamente ese diminuto acto quiso ser puntapié inicial de una nueva cadena paranoica: ¿y si miré por mucho tiempo y ahora estoy por quedar ciego?. Ahí mi cabeza me dijo que ya era suficiente. Instantáneamente se acabaron las películas de terror, los médicos sádicos, el ACV que nadie se anima a informar, la necesidad de dejar el último “te amo”, la probable ceguera y demás ideas que se presentaron en esa madrugada de domingo a mediados de septiembre en alguna clínica de Palermo que te da el CD con la tomografía computada, pero no te dice como se interpreta, ni si tenés algo o no.